jueves, 22 de octubre de 2015

Un Congreso contra la pobreza y la desigualdad

Publicado en:

Público.es  y,
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Nueva Tribuna.es
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Javier Doz. Presidente de la Fundación 1º de Mayo

Que la desigualdad ha llegado en nuestro país, y en muchos otros países europeos, a niveles insoportables es algo que reconocen hasta algunos de los políticos o ideólogos que han ayudado a que esto sucediera. El fenómeno afecta -con distintos grados, ritmos de crecimiento y puntos de partida- a gran número de países desarrollados, emergentes o en vías de desarrollo (PVD, eufemismo para designar a los más pobres). No a todos, hay que subrayar. Tampoco es refutable, de acuerdo con los estudios sobre el tema, que este incremento de la desigualdad arranca en los años ochenta, a caballo entre el segundo gran proceso de globalización del capitalismo y la economía política hegemónica que lo ha gestionado: el neoliberalismo.
En muchos casos, como en la mayoría de las naciones desarrolladas, el fenómeno del incremento de la desigualdad ha venido acompañado de un aumento de la pobreza. De la pobreza relativa (percibir rentas inferiores al 60% del valor promedio del país) y de la absoluta, en la que no son cubiertas todas las necesidades vitales de las personas. Esta tendencia se ha agudizado a partir de la crisis. Las políticas de austeridad y devaluación interna, impulsadas por el gobierno alemán y aceptadas acríticamente por los demás gobiernos europeos –excepto por el griego de Siryza- y por las instituciones de la UE, han hecho que este aumento haya sido especialmente severo en nuestro continente, en particular en los países sometidos a planes de rescate.
En bastantes países desarrollados, especialmente en los EE UU, el incremento de la desigualdad ha sido una de las causas de la crisis. Las élites económicas y las familias de mayores ingresos se habían venido apropiando de cantidades cada vez mayores de renta, que no podían consumir por lo que las dedicaban a la especulación en los mercados financieros e inmobiliario, apalancándose también para no poner en riesgo la parte mayor de su riqueza. Mientras, los trabajadores y las clases medias, empobrecidos en términos relativos y en ocasiones absolutos, también se endeudaron para mantener su nivel de consumo. Mediante este perverso mecanismo de especulación y endeudamiento, la desigualdad promovida por las élites económicas y políticas se convirtió en un factor muy poderoso de génesis de la crisis.
Pero no en todos los países se ha producido el mismo fenómeno. En América Latina, mientras se siguieron las directrices del FMI, en los 80 y 90, la mayoría de sus Estados conoció un fuerte aumento de la desigualdad –es la región con mayores índices de desigualdad del mundo- y de la pobreza, además de una prolongación de los efectos de sus crisis financieras. En cambio, ya en el Siglo XXI, las políticas desarrolladas por gobiernos de izquierda y centro izquierda han logrado, en la gran mayoría de los casos, combinar un importante crecimiento económico con una disminución grande de la pobreza y una reducción significativa de la desigualdad.
No siempre los aumentos de la desigualdad y de la pobreza, sobre todo de la pobreza severa van unidos. El caso más descollante es el de China. Gracias a las impresionantes tasas de crecimiento económico que vive desde 1978, ha logrado sacar de la pobreza absoluta, desde esta fecha, a más de 400 millones de personas (125 millones aún permanecen en ella); sin embargo, sus indicadores de desigualdad están ya en el rango de los de América Latina.
La situación de Europa, y la de España en particular, son intolerables, habida cuenta de sus niveles de riqueza, a pesar de la crisis, y de los principios que se suponen informan sus tratados, constituciones y leyes fundamentales. Según los datos que Eurostat acaba de publicar la víspera del 17 de octubre (Jornada Mundial de lucha contra la pobreza), una cuarta parte de la población europea –un 24,4%- está en riesgo de pobreza o exclusión social. En el grupo de cabeza de este indicador están los países “rescatados” de la zona euro, en donde se manifiesta un fuerte aumento en el período 2008-2014: Grecia, 36% (+7,9 puntos porcentuales); Irlanda, 29,5% (+5,8); España, 29,2% (+5,7); Portugal, 27,5% (+1.5); y Chipre, 27,4% (+4,1). A ellos hay que añadir Italia, con una tasa del 28,1% y un aumento de 2,8 puntos porcentuales. Las mayores tasas de riesgo de pobreza o exclusión social de toda la UE las ostentan todavía dos países del este que no pertenecen a la zona euro, pero es significativo que partiendo de niveles muy altos sus tasas hayan disminuido en los siete años de crisis. Rumania la tiene del 40,2% (-4,0 puntos) y la de Bulgaria es del 40,1% (-4,7).

El insoportable crecimiento de la desigualdad en España
La crisis y las durísimas políticas de austeridad que han practicado los gobiernos del PSOE y el PP desde 2010, basadas en la devaluación salarial y el recorte de los gastos sociales (éste último aspecto de modo mucho más profundo bajo el gobierno de Rajoy), han colocado a España en los puestos de cabeza de la desigualdad social en Europa, con una velocidad de crecimiento desconocida en la historia de las estadísticas.
Si utilizamos como indicador el índice de Gini[1], un indicador muy sensible cuyas pequeñas variaciones indican cambios significativos en los niveles de desigualdad social nos encontramos con una subida desde 31,9 (2007) hasta 34,7 (2014). Esta subida de la tasa en un 8,7% es, con mucha diferencia, la más importante conocida por cualquier país europeo, no sólo en los años de la crisis sino en la historia de esta estadística en un período de tiempo tan limitado. Ha convertido a España en el 2º país más desigual de la UE, empatada con Rumania, pero con una diferencia: en esos siete años, en Rumania la desigualdad bajó desde un coeficiente de 37,8, es decir un 8,2%. El único país que supera a España es Bulgaria con un índice de Gini de 35,4 (2014) que permaneció estable desde 2007. Incluso el país que más ha sufrido las políticas de austeridad y que ha visto incrementar más sus niveles de pobreza, Grecia, no ha visto aumentar apreciablemente sus altos niveles de desigualdad desde el comienzo de la crisis: ha pasado de 34,3 (2007) a 34,5 (2014). Para terminar de hacerse una idea del comportamiento de la desigualdad en Europa, a través del indicador de Gini, conviene decir que el valor medio para toda la UE ha pasado de 30,6 (2007) a 31,0 (2014) y que la zona euro mantiene cifras muy parecidas. Los países más igualitarios son, en 2014: Eslovenia (25,0), República Checa (25,1), Suecia (25,4) y Bélgica (25,9). Y en la Europa no comunitaria: Noruega (22,7) e Islandia (24,0).
El otro gran indicador de la desigualdad, el cociente 20/20, presenta una evolución paralela que nos convierte en campeones europeos del crecimiento de la desigualdad. En España, en 2007, el 20% de la población con mayores ingresos ganaba por término medio 5,5 veces más que el 20% de la población de menor renta. En 2014, eran 6,8 veces más. El cociente había aumentado, nada menos que en un 24%. En este indicador sólo nos superaba, en 2014, Rumania con un valor del cociente de 7,2, pero descendiendo desde 7,8; y estamos empatados con Bulgaria que también vio disminuir el cociente desde su valor de 7 en 2007. Al igual que con el índice de Gini, Grecia, país con unos niveles de desigualdad muy altos a lo largo de toda su historia reciente, ya estaba ligeramente por debajo de España en 2014: su cociente 20/20 era 6,5 y había subido desde 6,0, en 2007. En la media de la UE, los valores han pasado de 5,0 (2007) a 5,2 (2014).
Para terminar, unas cifras sobre la contribución de las desigualdades salariales al aumento de la desigualdad en España. Según los datos del estudio que CCOO hizo público el pasado 13 de octubre sobre la evolución de los salarios y otras retribuciones en las empresas del IBEX35, en 2014. Los primeros ejecutivos de cada empresa se hicieron aumentar sus retribuciones totales en un 80%; los consejeros en un 30%; el conjunto de los directivos vieron aumentar sus ingresos salariales en un 14,3%; y los accionistas sus dividendos en un 72,4%. Por el contrario, los trabajadores vieron disminuir sus salarios en un 1,5%. De este modo ha sido posible que el pasado año la media de las retribuciones de los ejecutivos de las empresas del IBEX fuera 90 veces superior al salario medio de sus trabajadores; y el de los presidentes y consejeros delegados, 158 veces. ¡Hay quien pueda realizar una ofrenda más brutal en el altar de la desigualdad!

La lucha contra la pobreza y la desigualdad debe ser una prioridad política
Esta situación que yo me atrevería a calificar de emergencia no es el fruto de la crisis sumada al ciego comportamiento de las fuerzas del mercado. Tampoco puede atribuirse a las insuficiencias del trabajo de los sindicatos que, sin duda, las tenemos y han podido influir. Principalmente, es el resultado de políticas establecidas en connivencia por las élites económicas y políticas españolas y europeas de cara a asegurarse una salida de la crisis que mantuviera y reforzara sus posiciones de privilegio en el reparto de la renta y sus posiciones de poder. Para lograrlo no han dudado en propiciar la ruptura del contrato social implícito que, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, ha regido por lo general las relaciones laborales y sociales europeas, la construcción de sus Estados de bienestar y el modelo social europeo (con los conocidos desfases temporales de las historias nacionales).
Las políticas de austeridad, reformas/recortes estructurales y devaluación interna han sido conscientemente diseñadas para promover una más desigual distribución de la riqueza, tanto en el nivel primario como en el secundario. En el nivel primario: debilitando o anulando la negociación colectiva, reduciendo el diálogo social a un mero trámite formal o anulándolo, reformando regresivamente, por ley, aspectos como el despido o la contratación, para producir, mediante todo ello, una devaluación de los costes salariales. Simultáneamente, en el nivel secundario de distribución de la riqueza, se ha actuado en todos los frentes y con idéntico objetivo: recortando los gastos sociales en aspectos esenciales del salario diferido (pensiones; prestaciones por desempleo; ayudas sociales; gratuidad, universalidad y calidad de servicios públicos esenciales como la educación y la sanidad, etc.); y mediante reformas y políticas fiscales regresivas en los ámbitos nacionales al tiempo que se ha seguido consintiendo el dumping fiscal en la UE y no se ha abordado con decisión la lucha contra el fraude fiscal ni la erradicación de los paraísos fiscales.
Con un elevado grado de irresponsabilidad, las élites económicas y políticas se han aprovechado de la debilidad que los trabajadores y sus sindicatos acaban teniendo si se prolongan las situaciones de paro masivo, y del hecho de que las movilizaciones contra la austeridad y sus secuelas –que ha habido muchas y fuertes, nada menos que 40 huelgas generales desde 2010 (27 en Grecia), amén de muchas otras movilizaciones nacionales y regionales- se han desarrollado básicamente en los ámbitos nacionales, mientras que los centros de decisión políticos eran de carácter europeo.

2º Congreso Trabajo, Economía y Sociedad
Para analizar los rasgos fundamentales de esta situación insostenible, en términos políticos y éticos, examinar las alternativas que contribuyan a cambiarla y ayudar a colocar la lucha por la igualdad en el centro del debate político de nuestro país, la Fundación 1º de Mayo de CC OO -en colaboración con la Fundación Ateneo Sindical 1º de Mayo, la Fundación Friedrich Ebert y el Instituto Sindical Europeo (ISE/ETUI)- ha convocado, entre los días 21 y 23 de octubre el II Congreso Trabajo, Economía y Sociedad[2]. Su lema es “Crisis y desigualdad: alternativas sindicales”. La conferencia inaugural[3] la pronunciará, en la tarde del día 21, James K. Galbraith, profesor de la Universidad de Texas en donde dirige el Proyecto Desigualdad. Está considerado como una o de las mayores autoridades mundiales en el tema. En el Congreso participarán, en sus sesiones plenarias y en sus talleres de trabajo, académicos y expertos de alto nivel de distintas áreas de conocimiento, sindicalistas y representantes de organizaciones sociales y de los principales partidos políticos.
La igualdad en la distribución de la riqueza tiene que convertirse ya en objetivo principal de las políticas económicas y sociales. Para plasmarlo en la realidad hay que actuar en todos los ámbitos, primarios y secundarios, de la distribución de la riqueza. También, hay que establecer una nueva relación entre el poder político y el económico que rompa la subordinación del primero hacia el segundo.

[1] Los datos sobre coeficientes de Gini, así como sobre los cocientes 20/20, están tomados de la última actualización de las estadísticas sobre la desigualdad en Europa de Eurostat, realizada el 16 de octubre de 2015
[2] A la página web del II Congreso TES se accede en:http://www.1mayo.ccoo.es/nova/NPortada?CodPortada=1278

[3] Como las demás sesiones plenarias del Congreso, se celebrará en el Auditorio Marcelino Camacho, en la calle Lope de Vega 40, de Madrid.

jueves, 15 de octubre de 2015

Colocar la lucha contra la desigualdad en el centro del debate político

Publicado en:      Revista de Estudios y Cultura 73


Javier Doz 
Presidente de la Fundación 1º de Mayo     

Lo que expresa el título de este comentario editorial es el objetivo principal del II Congreso Trabajo Economía y Sociedad, tema principal de este nº73 de la Revista de Estudios y Cultura. Dicho en positivo, el objetivo sería promover que la búsqueda de la igualdad sea el valor o principio activo que informe todas las políticas. En España, en Europa y en el mundo. Partimos de que hay que promover la igualdad y erradicar las desigualdades y discriminaciones en todo el campo de los derechos políticos, sociales y ciudadanos, tanto en los derechos de ciudadanía clásicos como en los más modernos, como son la igualdad de género o la de orientación sexual. El sindicalismo confederal lleva ya bastantes años incluyendo estos nuevos enfoques en su acción reivindicativa.

El aumento insostenible de la desigualdad en la distribución de la riqueza
Pero en este congreso se hablará sobre todo de una desigualdad esencial, aquella que se refiere a la distribución de la riqueza. Aunque no olvidaremos la importante componente de género bajo la cual también se expresa esta desigualdad en nuestras sociedades. Es una cuestión que se ha pretendido colocar en un lugar secundario del debate ideológico y político desde la “revolución” conservadora de los años ochenta, que coincidió con el inicio del segundo gran proceso de globalización del capitalismo, y se fortaleció con el auge del neoliberalismo en los 90 y el crecimiento de las grandes burbujas especulativas financieras e inmobiliarias que llevaron a la Gran Recesión. 

Los mantras justificadores de las decisiones que en el campo de la economía política han llevado a un tan fuerte aumento de la desigualdad han sido principalmente dos: la necesidad de ganar competitividad en una economía globalizada y la necesidad de reducir el Estado para incentivar la iniciativa privada, incluida la inversión. Una variante de este último mantra son las políticas de austeridad que, en situaciones de crisis, hacen descargar la reducción de los niveles de déficit y deuda públicos en el recorte del gasto público, principalmente del gasto social.

En el modelo económico neoliberal la ganancia de competitividad se sustenta en la reducción de los costes salariales y sociales para lo que se impulsa, en las sociedades desarrolladas con organizaciones sindicales y negociación colectiva relativamente fuertes, un debilitamiento de ambas y la anulación práctica del diálogo social. Las políticas de austeridad y devaluación interna puestas en práctica por las instituciones de la UE a partir de mayo de 2010, pero concebidas desde bastantes años antes por  altos funcionarios de la Dirección General de Economía y Finanzas de la Comisión Europea y del BCE, son un ejemplo destacadísimo de políticas fomentadoras de la desigualdad, amén de políticas de probada ineficacia económica. Han sido impuestas a los gobiernos de la zona euro, especialmente a aquellos necesitados del rescate de sus finanzas públicas o de sus sistemas financieros, que han perdido por completo la soberanía en materia de política monetaria sin que la UE haya construido aún los instrumentos necesarios para gobernar cualquier zona monetaria común, ni sus responsables políticos parezcan tener prisa en hacerlo.

Al tiempo que imponían o/y promovían la devaluación salarial -con la aquiescencia activa o la incapacidad de formular alternativas distintas por parte de los gobiernos nacionales de centro derecha o centro izquierda- las autoridades de la nueva gobernanza económica europea (Troika, Eurogrupo, etc.) no adoptaron ninguna medida que pudiera afectar a la capacidad de acumulación de renta por parte de las élites económicas. Los resultados no se han hecho esperar. Por poner un solo ejemplo: mientras que los trabajadores españoles han visto disminuida su renta desde 2010, en cualquiera de sus parámetros de medición, los consejeros de las empresas del IBEX han aumentado sus ingresos, entre 2010 y 2014, nada menos que en un 22%.

Derrota fiscal, debilitamiento del Estado
El otro gran instrumento para el fomento de la desigualdad dentro del modelo neoliberal hegemónico son las políticas fiscal y presupuestaria. En Europa y en el mundo se ha venido consintiendo –cuando no fomentando- el dumping fiscal, los paraísos fiscales, el fraude y la elusión fiscales, y promoviendo reformas fiscales de signo regresivo (que han afectado negativamente a la suficiencia de los ingresos y a la progresividad de la tributación), al tiempo que se han desarrollado sistemáticas políticas tendentes a privatizar, total o parcialmente, los servicios públicos y a reducir en general la fortaleza del Estado. La imprescindible armonización fiscal de la UE, que en el caso de la zona euro debería llevar al establecimiento de una política fiscal común, continúa siendo una utopía mientras no cambien las élites políticas europeas. La armonización fiscal ni siquiera se formula como objetivo en el documento de los cinco presidentes.

Algunos argumentarán que se están tomando algunas medidas para combatir el fraude fiscal en el ámbito de la UE, de la OCDE (recomendaciones del GAFI) y del G20. La presión de la opinión pública obliga a declaraciones y a ciertas medidas, algunas de compleja y prolongada implementación. Pero bastarían dos hechos incontrovertibles para poner en duda la seriedad de los planteamientos de lucha contra el fraude fiscal de las élites económicas y políticas. El primero es que Europa sigue albergando sin problema paraísos fiscales que acumulan más de la mitad de los capitales opacos totales, en su mayor parte procedentes del fraude fiscal y de las organizaciones de la economía criminal. Con un mínimo de voluntad política compartida, simplemente dejarían de existir. El segundo, de un enorme simbolismo, es que Jean Claude Juncker ha sido elegido presidente de la Comisión Europea después de conocerse que Luxemburgo había establecido convenios con cientos de empresas multinacionales para permitir que estas incumplieran sus obligaciones fiscales en los países en donde desarrollaban su actividad, mientras desempeñaba los cargos de primer ministro y ministro de finanzas del pequeño país centroeuropeo.

Cuando de un modo consciente y planificado se debilitan los instrumentos que tienen los trabajadores para participar en la redistribución de la riqueza en el nivel primario (negociación colectiva, poder sindical, legislación laboral) y se actúa en el nivel secundario (sistema impositivo, políticas presupuestarias, prestaciones sociales, servicios públicos y otros instrumentos de salario diferido) para promover una redistribución de la riqueza favorable para la minoría de la sociedad de mayor nivel de renta, especialmente del 1% más rico, los resultados no pueden ser sino un gran aumento de la desigualdad.

Poner fin a una situación insostenible
En España la crisis y su gestión han llevado la desigualdad hasta extremos insoportables. Ha crecido a una velocidad desconocida en la historia estadística: hemos pasado de ocupar un lugar medio en el ranking de la desigualdad europea, en 2009, a ser hoy el 2º país más desigual de Europa, medido tanto por el coeficiente de Gini como por los cocientes de la renta media entre los tramos de la población de mayor y menor renta.

En Europa, los resultados de haber aplicado en la gestión de la crisis las políticas neoliberales, trufadas con el ordoliberalismo alemán, no sólo han hecho aumentar la desigualdad social en muchos países deteriorando su cohesión social interna, sino que han promovido el camino inverso al generalmente constatado en la integración europea hasta este momento, el camino de la divergencia entre los Estados. Al deterioro de la cohesión entre los Estados, embarcados en un proyecto común tan complejo como la UE, se une la desconfianza hacia las instituciones que la rigen. El contrato social de la posguerra, uno de los pilares de la prosperidad y la cohesión de las sociedades europeas, ha sido roto en una de sus bases esenciales, la igualdad.

Thomas Piketty, en su monumental obra El Capital en el Siglo XXI, muestra como el capitalismo en su actual  fase histórica está produciendo en los países desarrollados unos niveles de desigualdad similares a los que se generaron en la primera gran oleada de globalización, la vivida en la antesala de la primera guerra mundial. Piketty, al igual que economistas norteamericanos de la talla de Joseph Stiglitz, Paul Krugman o James K. Galbraith, o, incluso, de economistas del FMI como Kumfof y Rancière, entre otros, han demostrado que el aumento de la desigualdad en la distribución de la riqueza, fenómeno que se viene produciendo desde la década de los ochenta del pasado siglo, ha sido uno de los factores principales que han generado una crisis de la dimensión de la actual. Las élites económicas se han venido apropiando de cantidades cada vez mayores de renta, que no pueden consumir sino que han dedicado a la especulación en los mercados financieros e inmobiliario, apalancándose también para no poner en riesgo la parte mayor de su riqueza. Mientras, los trabajadores y las clases medias, empobrecidos en términos relativos y en ocasiones absolutos,   como en los EE UU, se endeudaron para mantener su nivel de consumo. Por este perverso mecanismo la desigualdad promovida por las élites económicas y políticas se convirtió es un factor muy poderoso en la génesis de la crisis. Una vez que la crisis estalla, esas mismas élites, en Europa, promueven una nueva vuelta de tuerca en el crecimiento de la desigualdad a través de las políticas de austeridad, reformas/recortes estructurales y devaluación interna.

Esta es una situación insostenible, en España y en Europa, a la que hay que poner fin. Mediante un cambio profundo de las políticas y del modelo económico que coloquen el objetivo de la igualdad en la distribución de la riqueza como un objetivo esencial de las políticas económicas y sociales, al mismo nivel que el del crecimiento de la economía y el empleo. Para ello hay que actuar en todos los ámbitos, primarios y secundarios, de la distribución de la riqueza a los que nos hemos referido en este artículo. Requerirá también un cambio en las personas y los partidos que nos gobiernan, y, desde luego, una nueva relación entre el poder político y el económico que rompa la subordinación del primero hacia el segundo.

De todo esto vamos a hablar en el 2º Congreso Trabajo, Economía y Sociedad que James K. Galbraith inaugurará en la tarde del 21 de octubre.


jueves, 1 de octubre de 2015

Europa en la pendiente

Publicado en:
nuevatribuna.es
http://www.nuevatribuna.es/opinion/javier-doz/europa-pendiente/20150930085405120679.html , y en 
Público.es_Blog de la Fundación 1º de Mayo
http://blogs.publico.es/uno-mayo/2015/09/30/europa-en-la-pendiente/
El verano europeo que acabamos de terminar ha sido tan caluroso en lo atmosférico como en la temperatura política sintomática de la enfermedad que padece la Unión Europea. La enfermedad se llama crisis política, y es debida a la pérdida de valores compartidos, de valores sin los cuales no se puede construir, ni siquiera hacer pervivir, ningún proyecto político. Menos aún uno tan complejo e importante como es el de la Unión Europea. Los valores perdidos, o a punto de perderse en esta pendiente por la que se desliza la UE desde los primeros años del Siglo XXI, y a velocidad de vértigo desde 2010, se llaman solidaridad, igualdad, justicia social e, incluso, aquellos que obligan a colocar a la democracia y el respeto a los derechos humanos en el centro del discurso y la práctica políticos.
Estos valores se están perdiendo principalmente por la progresiva hegemonía de la ideología neoliberal en materia de economía política, que ha roto con los diques de contención que el contrato social de la posguerra europea había establecido a través de la llamada Europa Social, hoy una entelequia, y por el auge de los nacionalismos en sus diversas variantes. La confluencia de la ruptura de la cohesión social con la de la cohesión territorial, o política, entre los Estados de la UE, o en el interior de los mismos, supone un peligro mortal para la propia pervivencia del proyecto europeo.
Me temo que ya no vale el tópico de que Europa progresa a través de las crisis. Ha sido más o menos cierto en el pasado pero la crisis política que hoy vive la UE no se resuelve con pequeños arreglos parciales para ir tirando. Lo mismo que en España ya no vale el bagaje que la transición y la Constitución nos dejaron, por mucho que haya que reconocer los positivos servicios prestados, para mantener la cohesión territorial  y la confianza de la mayoría de la ciudadanía en sus instituciones políticas.
Dos son los acontecimientos principales de este verano, en donde se han manifestado las conductas que, de no revertirse, hacen inviable el proyecto europeo. En julio, el nuevo episodio agudo de la crisis griega condujo a un acuerdo entre el cuarteto (la troika más el MEDE) y el Gobierno griego de Syriza para un tercer rescate por valor de 86.000 millones de euros. A partir de agosto, la crisis de los refugiados, que ya ha costado la vida a más de 2.600 personas en lo que va de año, adquiere una dimensión desconocida al penetrar por las fronteras de diversos países de la UE decenas de miles de personas que inician su camino europeo, ahora en mayor medida, a través de Grecia.
Nuevo acto del drama griego
Algunos dirán que el acuerdo sobre Grecia de julio es una muestra de que la UE resuelve, mal que bien, los problemas graves aunque sea a través de parches y cuando la campana ya ha sonado. No analizaré detalladamente aquí los términos del rescate. En mi opinión, sólo si se procede a una reestructuración de la deuda -cosa que sí quiere el FMI, que en otros aspectos tuvo una posición muy negativa en las negociaciones, pero no Alemania, el poder político dominante en la UE- y recibe, al mismo tiempo, una fuerte inyección de inversiones del débil Plan Juncker el tercer rescate podría funcionar.
Pero lo que realmente podría apartar definitivamente de cualquier tipo de apoyo al proyecto europeo -al menos a quienes se resisten a creer que las políticas de austeridad y la economía política neoliberal que las sustenta son la única forma de gobernar la economía europea a pesar de su fracaso económico y la desigualdad e injusticia social que han producido-, es haber presenciado durante seis meses la sistemática operación de acoso y derribo del único gobierno que se ha enfrentado en serio a esas políticas. Porque ese ha sido el núcleo de la actuación política de los interlocutores del Gobierno de Syriza en las innecesariamente prolongadas negociaciones sobre el tercer rescate de Grecia. En más de una ocasión, cuando el acuerdo estaba a punto de cerrarse, tras alguna reunión de la cumbre del Consejo Europeo, fue torpedeado. A veces por el FMI que exigía “más reformas” pero se oponía a una de las más necesarias. Tal es el caso de la reforma fiscal del gobierno de Tsipras que pretendía que las empresas y las rentas de capital pagaran lo que era justo. Otras veces era Schäuble, que no tuvo recato en afirmar públicamente que no creía en un nuevo rescate y que lo mejor era el Grexit. Son abundantes los testimonios, más allá de lo contado por Varufakis, que acreditan cual era el objetivo político perseguido: impedir todo aquello que pudiera considerarse como una victoria, siquiera fuese parcial, del Gobierno de Syriza y evitar, por cualquier medio, que se contagiara el cuestionamiento de las políticas de austeridad y devaluación interna y que esto influyera en un cambio en el mapa político europeo.
A esta operación se apuntaron gobiernos como el de Rajoy, con todo su aparato mediático empeñado en echar el “fracaso” de Syriza en la cabeza de Podemos, o el portugués de Passos Coelho, sacrificando los intereses nacionales. Tampoco los gobiernos socialdemócratas, más allá de introducir algunos matices, han sido capaces de plantear una política distinta, situación en la que llevan desde hace cinco años y que ya conocimos en España durante los dos últimos años de gobierno de Zapatero. Todos han acabado plegándose a los dictados del gobierno de Angela Merkel, que ha contado con el presidente del Eurogrupo, el socialdemócrata holandés Jeroen Dijsselbloem como uno de sus más fieles ejecutores.
Pero ha sido sin duda el BCE quien ha colocado al Gobierno de Tsipras en la tesitura de aceptar los términos finales del Memorandum del tercer rescate, a pesar de su desacuerdo con una parte de sus condiciones. La alternativa era salir del euro. Y no porque esté establecido el procedimiento para ello. Aquí se actuó de facto, al margen de cualquier procedimiento o garantía jurídicamente establecidos, a través de un proceso bastante simple: el modo de negociación y la sistemática campaña contra el gobierno griego producen una masiva fuga de capitales (en una Europa que acoge, sin corrección real ni recato, los paraísos fiscales más potentes del mundo); el BCE restringe la liquidez en euros y obliga al gobierno griego a establecer un “corralito”. Como esta situación es insostenible en un plazo corto, o bien se aceptaban las condiciones de los acreedores –las instituciones de la UE no han actuado como una unidad política con un proyecto común, sino como un club de acreedores- y Grecia permanecía en la eurozona, o tenía que establecer una moneda propia. Esta ha sido la fórmula práctica –“la pistola de Dragui”- para soslayar la falta de normas y procedimientos democráticos para abordar una situación semejante. Como razonablemente, y de acuerdo con el sentir muy mayoritario del pueblo griego, la mayoría del gobierno griego y de Syriza no querían salir del euro, acabaron aceptando condiciones, algunas de las cuales habían rechazado en el referéndum que convocó y ganó Alexis Tsipras.
A continuación, los mismos portavoces políticos y medios de comunicación, que habían falseado u ocultado las posiciones de cada parte en las negociaciones, se han apresurado a pintar la aceptación de los términos del acuerdo final como una derrota absoluta, sin matices. Pero el objetivo final, que daría a las fuerzas políticas europeas que han participado en esta operación de acoso y derribo del gobierno de Syriza la victoria completa, no lo han logrado. Con lo poco conseguido y contando a los griegos la verdad, Tsipras y Syriza han vuelto a vencer en las elecciones del pasado 20 de septiembre, en unas condiciones especialmente difíciles, ruptura del partido incluida.
Buena parte de las condiciones del memorándum del rescate están por supuesto muy alejadas de las pretensiones que tenía el gobierno griego y están dentro del marco de la economía política conservadora, hegemónica en Europa; pero hay más reformas que recortes y no todas son las del recetario de la austeridad. Inversiones y reestructuración de la deuda aparecen en el texto del acuerdo pero sin referencia ni al cuanto ni al cómo. Por ello tampoco se puede decir que estén garantizadas por el mismo, máxime con los antecedentes de incumplimiento habidos.
La consecuencia de lo sucedido es clara: no se puede mantener la cohesión que garantice la pervivencia de la UE con unas políticas que fomentan la divergencia entre los Estados de la Unión en término de riqueza y de poder político y utilizando unos procedimientos escasamente democráticos, y sin unas reglas claras de funcionamiento en todo caso.
Crisis de los refugiados
Acoger a los refugiados que huyen de situaciones de guerra, persecución o catástrofe, y brindarles la debida asistencia, no es sólo una obligación moral inscrita en los valores y principios que inspiran la UE según sus tratados. Es, además, un imperativo legal que se deduce de varias normas fundamentales que obligan a la UE y a los gobiernos de sus Estados miembros. No se trata sólo de cumplir con los principios establecidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (ONU, 1948) sino con los preceptos incluidos en la Convención sobre el Estatuto del Refugiado (ONU, 1951), en la Convención Europea de Derechos Humanos (Consejo de Europa, 1950) y en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (UE, 2000), por citar sólo algunas de las principales normas que obligan a las instituciones de la UE y a sus gobiernos nacionales.
Sin embargo, en lugar de organizar la acogida y procurar los medios materiales para hacerlo en las mejores condiciones posibles, hemos asistido en los últimos dos meses a algunos de los espectáculos más bochornosos que nos ha deparado la vida política europea en muchos años.
Por una parte, a un regateo vergonzoso sobre el número de refugiados que debía acoger cada país. Cuando cuatro países fronterizos con Siria, mucho más pobres que la media de la UE, albergan a 4,1 millones de refugiados sirios; cuando los que están en el Líbano representan hasta el 28% de su población; cuando ACNUR sólo ha logrado reunir el 37% de la financiación necesaria para alimentar a quienes sobreviven en sus hacinados campos porque los países desarrollados, incluidos los europeos, no aportan los fondos imprescindibles para ello; cuando en lo que va de año han muerto 2.600 personas intentando llegar a Europa; al tiempo que sucede todo esto, al conjunto de los Estados miembros de la UE le resulta extraordinariamente difícil distribuir a 120.000 refugiados -¡el 0.023% de la población europea!- entre todos ellos. Aún si la cifra real de los que acabaran entrando fueses siete veces mayor, como se calcula, los 720.000 resultantes sólo serían el 0,14% de la población europea.
Por otro lado, resulta intolerable que un Estado miembro, Hungría, en lugar de cumplir su obligación de asilo construya altas vayas con cuchillas en sus fronteras para que no se acerquen los refugiados y dicte leyes que los llevarían a la cárcel si entran “sin permiso”. Pero los responsables políticos europeos no han hecho nada al respecto y el partido del aprendiz de dictador húngaro, Viktor Orban, el FIDESZ, que es miembro del Partido Popular Europeo, puede permitirse el lujo de reunirse con la CSU bávara para hacer campaña conjunta contra los “excesos de generosidad” de la Canciller Merkel ; y ser un factor de presión para la contraofensiva que se está produciendo en Alemania contra la política de cumplir las obligaciones que impone el derecho de asilo de los refugiados.
Una pérdida de los valores y principios democráticos y sociales tan acusada y una primacía tan fuerte de los intereses nacionales, interpretados por políticos conservadores muy reñidos con los conceptos de solidaridad y cohesión, como la que se ha dado en el modo de abordar las dos crisis comentadas en este artículo son nuevas muestras de la pendiente por la que desciende la UE, que de no cambiar el rumbo, podría suponer incluso su fin como proyecto político supranacional democrático de los europeos
El Plan Juncker, el Manifiesto de los cinco presidentes y la inauguración del Congreso de la CES
Se pretende hacer creer que el Plan Juncker y las propuestas contenidas en el llamado Manifiesto de los cinco presidentes suponen un cambio importante para abordar “de otra manera” la crisis económica y la crisis política que vive la UE. Lamento no poder ser tan optimista.
El Plan de inversiones que lleva el nombre del presidente de la Comisión Europea tiene un monto insuficiente y unos objetivos que tendrían que ser más ambiciosos (salir de la crisis y cambiar el modelo de crecimiento de las economías europeas) y, sobre todo, partiendo de una muy escasa financiación pública europea, no resulta nada claro cómo va actuar de palanca para la movilización de otros recursos que se pretende sean privados en gran parte .
En cuanto al Manifiesto de los cinco presidentes es muy limitado en sus propósitos y en sus propuestas, y manifiesta un error de partida: no se asienta en ningún tipo de diagnóstico acerca del tipo de crisis política que vive la UE. Además de contener propuestas sumamente peligrosas como es el papel preponderante que se quiere dar al “Sistema de autoridades nacionales de competitividad” en el Semestre europeo o en las negociaciones salariales en los ámbitos nacionales, el documento se olvida completamente del pilar social de la construcción de la Unión Económica y Monetaria.
Ignacio Fernández Toxo, que presidió ayer en París la sesión inaugural del XIII Congreso de la CES en la Maison de la Mutualité, tras escuchar la intervención de Jean Claude Juncker, en la que el presidente de la Comisión subrayó la importancia de reforzar la dimensión social de la UE, le contestó con ironía invitándole a realizar una adenda al Manifiesto que había redactado.
Martin Schulz y François Hollande, al igual que Junker, levantaron la bandera del progreso social con palabras que traslucían tanto las habituales ganas de los políticos de agradar a los auditorios como la mala conciencia por las evidentes regresiones sociales que está padeciendo la UE y muchos de sus Estados en los últimos años.
Las palabras, sobre todo si son palabras muy gastadas por el uso, tienen una eficacia limitada. También las de los sindicalistas. La contribución del sindicalismo europeo a sacar de la pendiente a la UE y hacer variar su rumbo tendría que ser importante. A pesar de lo que ha llovido en los últimos años, el sindicalismo europeo sigue siendo europeísta, valga la redundancia, cada vez más europeísta de “otra Europa”. Pero para poder ser una fuerza relevante en el cambio de rumbo de la UE, en el que el protagonismo corresponde a los actores políticos, el sindicalismo tiene que afrontar su propia renovación que incluya necesariamente, además de la claridad de un proyecto, el reforzamiento de sus capacidades organizativas y de acción supranacionales. Pero esto corresponde ya a otra reflexión